domingo, 19 de junio de 2011

La guardería del terror

Quizá al leer el título de esta entrada del blog os venga a la cabeza la escalofriante escena que tuvo lugar hace unas semanas en una guardería mexicana en la que una de las maestras logró mantener la calma y la sangre fría suficientes como para entretener con unas canciones a los niños que estaban a su cargo, mientras se producía un tiroteo dentro del mismo edificio. Pues no, mi reflexión de hoy no tiene nada que ver con ese suceso, aunque debo admitir que la escena me emocionó profundamente.
Lo que os quería contar tiene que ver con otra guardería. En concreto es una cercana a mi casa, a la que mi vecina Marga lleva a su hija. Los que se creen eso de que las empresas están ayudando a padres y madres a conciliar vida laboral y vida familiar deberían tener una par de palabras con mi amiga Marga, que se encargaría muy gustosamente de bajarles de semejante guindo: ella es madre soltera de una niña de dos años y poco que es un sol, por la que Marga da gracias todos los días, y que nos alegra la vida a todos los que tenemos la suerte de verla de vez en cuando. No somos propiamente vecinas, pero vivimos en la misma calle. Y, aunque nuestras circunstancias son totalmente distintas, no estamos muy lejos en edad. Quizá por eso hemos congeniado y nos echamos una mano en esta carrera contrarreloj que es la vida diaria. Unas veces ella recibe mi compra cuando la traen a casa, otras yo le recojo una carta certificada,… Hasta que la semana pasada mi pidió ¡¡que recogiera a Áurea de la guardería!!
No os voy a engañar a vosotros: ilusión, lo que se dice ilusión, no me hizo esta petición. Pero si no nos ayudamos entre nosotras, mujeres trabajadoras, ¿qué podemos esperar del mundo? Normalmente Marga delega en su madre, una abuela estupenda y guapísima como ya quisiera ser Tita Cervera, todas las responsabilidades relativas a su hija. Sin embargo, en esta ocasión la abuela no estaba disponible. Así que Marga se vio en la obligación de describirme físicamente a la encargada de la guardería y pedirme mi número de DNI para poder asistir a la reunión que su jefe (machote e imbécil como casi todos los jefes) había alargado innecesariamente, complicando aún más el difícil equilibrio de llegar a todas las obligaciones que tiene cualquier persona cuyo sueldo no le permita disponer de una canguro doce horas al día.
A la hora convenida estaba en la guardería, armada con una bolsa de gusanitos, dos aspitos y una botella de agua, sobornos indicados cuidadosamente en las instrucciones facilitadas por mi hermana, madre también, a la que telefoneé no bien Marga hubo confirmado que la encargada me daría a Áurea sin otro formulismo que la presentación de mi DNI. Desde la puerta de entrada hasta la clase de Áurea debía caminar por un pasillo totalmente adornado, sin dejar un resquicio, de arbolitos, enanitos, florecitas, maripositas y todos los itos que queráis añadir. Y todo en unos colores que no tenían nada que envidiar a los de los modelos de Ágatha Ruíz de la Prada. No sé yo si los terrores nocturnos de algunos niños pueden deberse al agobio que tiene que provocarles transitar a diario por esos pasadizos.
Lo peor, con todo, no fue eso. Lo peor eran los padres. Bueno, y alguna madre, sobre todo de esas de melena pajiza y pija. Pero lo de los padres era tremendo. Los había de varios tipos, aunque creo que predominaban los primerizos. No sé si eso será una atenuante, me niego a considerarlo así, porque la forma de hablar con la que se dirigían a los niños, cada uno al suyo, no puede tener el perdón de nadie. Ponían una voz aflautada que irritaría hasta a Teresa Rabal. Y hablaban tan lento y tan despacio como la duquesa de Alba, pero con la vocalización exagerada de Mercedes Milá (sí, lo sé, la mezcla es bastante repulsiva, pero es la única imagen gráfica que se me ocurre). Y el tono que empleaban, ese todo suaaaaaaaave que alaaaaaaaaarga innecesaaaaaaaaariamente las sílabas al decir cosas como: ¿Te has comiiiiiiiiido hoy toda la comidiiiiiiiita?”, “¿Lo has pasaaaaaaaaado bien hoooooooy?”, ¿Hoooooooy ha ido a tu claaaaaaaaase la Señoooooooora Primaveeeeeeera?” (por cierto, a mí nunca me hablaron de la tal Señora Primavera, quienquiera que sea). Os aseguro que tuve que llevarme la mano a la boca para no vomitar ante semejante espectáculo y banda sonora: ¡¡sentía pánico y terror!!. Había también padres muy modernitos, de esos que van enseñando la mitad de sus Calvin Klein, que casi eran los peores. Yo pensaba que los gilipollas (es que no hay otra palabra para esos especímenes) sólo aparecían a partir de las tres de la mañana en según qué garitos; pues mira tú por dónde que no, que las guarderías están plagadas de imbéciles que hablan a sus hijos como si no tuvieran neuronas. ¡Qué paciencia deben de tener las cuidadoras para escucharlos cada día!
Por suerte ahí estaba Áurea, con ese brillo en los ojos que sólo da la inocencia. Y tal fue ese poder y el del abrazo enorme que me dio al verme, que consiguió anular todo lo demás.

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