Hace varias semanas el blog de Fernando Solera, <Desafinado>,
reflexionaba sobre una situación que es más frecuente de lo que podemos
pensar. En nuestras conversaciones con nuestros amigos, y en los medios
de comunicación, abundan ya las referencias a los casos de maltrato
contra las mujeres por parte de sus parejas. Por eso, hasta cierto
punto, tenemos conciencia de que este mal existe. En estos momentos,
incluso, hay una campaña publicitaria institucional para ayudar a la
mujer.
Sin embargo, <Desafinado> se centraba en otro maltrato,
el infantil, que queda más escondido y oculto. Y cuando lo descubrimos a
nuestro alrededor tampoco sabemos cómo reaccionar. No me refiero a los
casos extremos en los que los menores se convierten en motivo de
chantaje durante los procesos de separación de los matrimonios, ni en
los que un miembro de la pareja intimida al otro amenazando con
dañarlos. Estos casos, como bien sabemos, existen, y resultan terribles.
La
realidad es que hay muchos más casos de los que podemos imaginar de
niños que reciben golpes y palizas habitualmente por parte de aquellos
que se supone que han de velar por su seguridad y su felicidad. Cuando
descubrimos en nuestro entorno uno de estos casos, ¿qué podemos hacer?
Hace unas pocas semanas una amiga me contaba que se encontraba en esta
situación: sabe a ciencia cierta que una madre trata a su hija de diez
años a base de golpes. Mi amiga no sabía qué hacer. Durante varios días
estuvimos buscando información y ayuda para intentar mejorar la
existencia de esta niña. Veremos si finalmente nuestras gestiones sirven
para algo frente a esa madre, en apariencia, ejemplar. No será fácil,
según hemos ido descubriendo.
En una de las últimas y mediocres
películas de Julia Robers, "Come, reza, ama" (en la que, por cierto, mi
"querido y admirado" Javier Bardem tiene un papelito), hay una escena
que me ha hecho pensar bastante. El personaje de Roberts, Liz, es una
mujer independiente y viajera que, en un momento de crisis, se plantea
tener un hijo. Su amiga, casada, madre y con mayor madurez, le contesta:
"Tener un hijo es como hacerse un tatuaje en la cara: hay que
pensárselo dos veces". Rotunda la comparación, ¿verdad? El efecto de
esta respuesta en Liz es inmediato y demoledor, rechazando finalmente la
idea de un hijo como solución a un conflicto.
Quizá la mejor
solución para esta lacra del maltrato infantil vaya en esa dirección:
hay que entender y enseñar a todos que ser padre o madre no es para
aficionados, que un hijo no soluciona una crisis de pareja, que un hijo
no es un arma arrojadiza para utilizar en un divorcio, que un hijo se
merece lo mejor porque es lo más sagrado que vamos a tener en nuestras
manos. Por suerte, también hay quien lo entiende así hasta las últimas
consecuencias: hace poco leí en la prensa que un padre y su
hijo de tres años tuvieron un accidente con el coche. El hallazgo del
vehículo accidentado no se produjo hasta el viernes. Quienes lo
encontraron han explicado que el padre, fallecido en el accidente, no
murió en el acto, y que protegió con su cuerpo a su hijo, que sólo
resultó herido con un corte. Y que ambos, el padre y el hijo, estaban
abrazados.
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